Época: Pirámides
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Dinastías V y VI

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Gracias al alto nivel alcanzado por la escultura de la IV Dinastía, los sucesores de ésta dispusieron de una legión de excelentes escultores para repartirlos entre los muchos templos y tumbas (el faraón no tiene a menos ahora que sus propios escultores decoren las tumbas de sus más estimados cortesanos, y así lo hacen éstos constar por escrito) que requerían sus servicios. La cabeza de la Esfinge de Giza halla un patente reflejo en una grandiosa cabeza de Userkaf, labrada en caliza con la misma maestría que aquélla en la plasmación de formas monumentales.
El Calendario de Palermo recuerda la dedicación de estatuas de cobre y de oro del faraón Snefru, prueba que desde el comienzo de la Epoca de las Pirámides era costumbre erigir en los templos estatuas de metal. El que esto se hiciese precisamente aquí, donde estaban más expuestas a la rapiña que en las tumbas, ha contribuido a que sólo hayan llegado á nosotros, y por pura casualidad, dos ejemplares de estatuas de cobre del Imperio Antiguo: la de Pepi I (2289-2269 a. C.) y la de su hijo Merenré, ambas procedentes del santuario de Hierakónpolis donde parecen haber estado instaladas sobre un mismo pedestal. Sabido lo complicada que es la técnica de la fundición de estatuas huecas, no se podía pedir de estas dos otra cosa que lo que son: conjuntos de piezas fundidas por separado y claveteadas sobre núcleos de madera. Aun así, resultan muy expresivas. El mandilón que visten, las uñas de las manos y de los pies estaban dorados; los ojos, hechos de piezas incrustadas; los atributos -los cetros, las coronas- eran también de otros materiales, tal vez orgánicos, como la madera y la tela. Las notas de color que estas sustancias pudieran aportar no bastarían, sin embargo, para que las estatuas diesen la impresión de vida que la policromía otorga a las de piedra y madera. Por eso, en la tumba, donde el calor de la vida era tan importante, sólo tenían cabida estas últimas.

Una estatua de piedra de Pepi I representa al faraón en una postura desusada hasta entonces, pero que ya no lo será en adelante: de rodillas, con los antebrazos apoyados en los muslos y sosteniendo una vasija en cada mano. Hasta entonces, esta actitud de sumisión era propia, de sacerdotes que realizaban una ofrenda, de esposas que acompañaban a sus maridos (éstos de tamaño muy superior al de aquéllas), o de criados y subalternos de grandes personajes. El hecho de que el faraón adopte la misma actitud ante la divinidad equivale a la aceptación del papel de subalterno a que el antiguo rey-dios se ha visto relegado.

Las necrópolis de Giza y de Sakkara han proporcionado una cantidad inmensa de estatuas de particulares. La época de la primera mitad de la V Dinastía, esto es, los años comprendidos aproximadamente entre 2463 y 2380 a. C. puede calificarse de espléndida. A partir de la fecha apuntada en último lugar, se mantiene la calidad técnica, pero sin alcanzar las cotas artísticas anteriores. En líneas generales se hace sentir una tendencia a relajar la tensión de las posturas que hacía a las estatuas, aunque estuvieran en grupos, como las de Mykerinos, tan terriblemente cerradas en sí mismas. Reina una inclinación a una naturalidad y una humanidad mayores, cualidades que hacen a muchas estatuas enormemente simpáticas y por ello famosas entre el gran público.

A esta simpatía deben en gran medida su popularidad los escribas sentados del Louvre y de El Cairo, el primero sin peluca y éste con ella. Los dos constituyen el dechado de perfección de un género muy típico del momento, el de las figuras que desarrollan una actividad que puede ir desde el noble ejercicio de la escritura al humilde y simpático acto de moler grano. Conforme a un canon establecido y del que hay otras muestras, el escriba aparece sentado, con las piernas cruzadas, el punzón o estilo en una mano y un extremo del rollo en la otra, como dispuesto a realizar un menester que por difícil y poco divulgado le hace sentirse ufano de sí mismo. Sus autores los han labrado en sendos bloques de caliza, les han puesto unos ojos de cristal que aún hoy conservan el brillo húmedo de ojos vivos, y los han pintado de pardo y ocre. El cristal de roca de los ojos recubre las piezas de que éstos se componen: córnea de alabastro, iris de basalto, pupilas de plata; los párpados son también postizos, fijados mediante clavijas de cobre. Es curioso el interés que estos artistas pusieron en vaciar el espacio que media entre los brazos y el tronco, pensando sin duda en que el hueco las haría parecer más estatuas, menos relieves, como les ocurre a los escribas labrados en granito o en otras piedras más ingratas que la caliza.

Ante el escriba del Louvre, tan vital dentro de su hermetismo, mucha gente se pregunta quién y qué habrá sido. Lo ignoramos. Ha podido ser el secretario de un personaje de alcurnia, o más probablemente aún, un alto dignatario de la corte, como parecen indicar su mirada astuta y su expresión, una expresión que irradia competencia, conocimiento de los hombres y seguridad de sí mismo.

Las dos estatuas de Ranofer, ambas de tamaño mayor que el natural, nos encaran con el aristócrata de gran talla y conformación atlética. En este caso sabemos qué fue este hombre en la vida: un alto funcionario, el prefecto de los canteros; tuvo a su disposición, por tanto, a los mejores escultores y no cabe duda de que supo hacer uso de ellos. Seguro de sí como un faraón, el personaje emerge del bloque de caliza que lo respalda, y su cabeza se yergue, altiva y con un punto de desdén, ante la mirada del espectador. Uno de los escultores lo representa con la cabeza desnuda (retrato privado); el otro, con ella cubierta de peluca (retrato cortesano). Las diferencias de semblante son tales, que si no tuviésemos su nombre inscrito en las dos, dudaríamos de encontramos ante un mismo personaje. Es evidente, sin embargo, que cada uno de los escultores pretendió plasmar en su estatua su ideal del gran señor, aquel que ya entonces fomentaba la estructura feudal de una nueva sociedad.

La escultura en madera contaba con mayores facilidades técnicas que la de piedra, entre otras la de poder labrar la estatua por partes, y gozaba por consiguiente de una libertad también mayor. Entre los muchos ejemplares que se conservan, destaca una de las dos estatuas de Kaaper, más conocida por el nombre de Sheirh el-Beled que le dieron los nativos de Sakkara al reparar en su semejanza con el entonces alcalde de la aldea. La figura revela cómo los grandes artistas formados en la escuela de la IV Dinastía acertaban a plasmar los rasgos esenciales de una personalidad concreta, como la de este hombre gordo y entrado en años, seguramente bonachón y al mismo tiempo eficaz y competente en su puesto de mando.

Para acreditar que la estatuaria en madera está afectada por el mismo dualismo que la de piedra, junto a este retrato que representa a Kaaper desprovisto de peluca y vistiendo el faldellín liso de andar por casa, su tumba proporcionó otro que, como en el caso de Ranofer, se diría de una persona distinta. En ese otro, Kaaper lleva peluca y faldellín plisado, conforme a las exigencias de la etiqueta, y además está muchísimo más delgado y joven que en la otra y más celebrada estatua.

La creciente importancia adquirida por el individuo a expensas del tipo es bien patente en las representaciones del enano Seneb, especialmente en el grupo de caliza que lo representa en compañía de su mujer y de dos de sus hijos. Seneb vivió en tiempos de la VI Dinastía; se halla, por tanto, muy alejado en el tiempo de las figuras de piedra y madera que acabamos de comentar, más de un siglo, y muestra hasta dónde llegó en su trayectoria estilística la escultura del Imperio Antiguo, aun dentro del inmovilismo que la caracteriza.

Su acusada deformidad física, sus piernas y sus brazos extremadamente cortos, no han sido obstáculo para que Seneb triunfase en la vida: su tumba y su biografía ponen de manifiesto que no sólo ha alcazado honores y riquezas sin cuento, sino que ha casado con una mujer de la aristocracia y ha tenido de ella hijos sanos y normales. El grupo representa a los esposos sentados en un banco prismático, como es de rigor en los grupos familiares, él con las piernas cruzadas sobre el asiento, como los escribas, para disimular, en lo que cabe, la cortedad de estos miembros, y ella en la postura normal, con los pies en el suelo, y el brazo derecho echado sobre la espalda de su marido, como era costumbre. Los dos hijos, que habitualmente se ponen uno a cada lado de sus padres, ocupan aquí el lugar que hubiera correspondido a las piernas de Seneb, de haber podido éste apoyar los pies en el suelo. El grupo impresiona vivamente al espectador por muchas cosas: por el semblante grave y enérgico de Seneb, reflejo seguro del carácter que explica su éxito en la vida; por la ingenuidad y la complacida sonrisa de la esposa; por el candor y la natural timidez de los niños.

Así acaba la escultura, en particular la escultura en piedra, del Imperio Antiguo.

Entre las manifestaciones propias de esta época terminal, enormemente larga (es de tener en cuenta que Pepi II reinó casi un siglo, de 2247 a 2153 a. C.), se halla la de reunir en un grupo dos y hasta tres retratos de una misma persona. Para el doble retrato había antecedentes en parejas como las antes señaladas: retrato doméstico, sin peluca, y retrato cortesano, con ella. Pero ¿a qué los triples? Se ha pensado en que representen a la persona y al Ra de la misma por partida doble. El problema lo plantean también las llamadas estatuas-relieves de las mastabas e hipogeos, siempre en número plural, tanto si están de pie como sentadas. No se trata de relieves, puesto que no obedecen a los principios del relieve, pero tampoco son estatuas en sentido estricto, puesto que están integradas en la arquitectura, formando cuerpo con muros o con falsas puertas. La mala calidad de la piedra de muchos hipogeos de provincias obligaba a revestir la figura de una capa de estuco que después se pintaba.

Junto a las estatuas de madera labradas por artistas de primera fila, se inicia ahora un género que tendrá un brillante porvenir: el de la producción artesanal de millares de estatuillas de 20 a 35 centímetros de altura con destino a las tumbas. Son los llamados sirvientes. Normalmente se les encuentra aislados, pero también por parejas. Corresponden a los mismos tipos que aparecen en los relieves: el labrador con el azadón, la molinera, el o la cervecera, la cocinera, el carnicero, la portadora de una cesta o de una vasija en la cabeza, etc. También hay muchachas desnudas, no porque su destino fuese el que se les adjudica con el nombre de concubinas, sino simplemente por indicar que eran muy jóvenes, casi niñas, pues es corriente en grupos de mujeres que las mayores aparezcan vestidas y las más jóvenes desnudas.